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Per Ivan Miró i Acedo

Publicat al maig del 2008 a La red en la ciudad. Icària, Barcelona.

“También en Raisa, ciudad triste, corre un hilo invisible que une por un instante un ser vivo con otro y se destruye, después vuelve a tenderse entre puntos en movimientos dibujando nuevas, rápidas figuras de modo que en cada segundo la ciudad infeliz contiene una ciudad feliz que ni siquiera sabe que existe”

Italo Calvino Las ciudades invisible

Los Centros Sociales Okupados y Autogestionados, así como las okupaciones de viviendas, son hoy realidades permanentemente atravesadas por la construcción de la metrópolis. Dibujando nuevas y rápidas figuras, las experiencias políticas vinculadas a la okupación parecen haber tomado aquellos intersticios forjados en las recientes transformaciones productivas, urbanas y políticas de las ciudades. Y, a la vez, su consistencia como proyectos no es ajena a los procesos de reestructuración metropolitana que impactan en el territorio. Los CSOA, entonces, los podemos entender como consecuencia de estos cambios, y, al mismo tiempo, como resistencias que interfieren en la reapropiación capitalista de la ciudad. Si hablamos sobretodo de Barcelona, no es con ánimos de generalizar, ni mucho menos para desestimar otras experiencias, sino simplemente por proximidad personal y mejor conocimiento de algunas realidades catalanas…

1. Hacia la metrópolis

A estas alturas, es ya casi una obviedad afirmar que, en los últimos años, se han intensificado aquellos procesos que han propiciado la integración de las ciudades en los circuitos del capital multinacional, en tanto que espacios articulados con las redes de la globalización financiera y simbólica (Sassen, 1999).

Pero, más allá o más acá de estas ciudades-mundo, donde se desarrolla una tarea específica de producción de funciones de centralidad ligadas a la organización y a la coordinación de los sistemas económicos mundiales (Sassen, 2000), todas las ciudades de nuestro entorno parecen ser un cuerpo puesto a trabajar: un cuerpo herido.

Los paisajes de grúas, la economía del ladrillo, los derribos y las remodelaciones, las nuevas áreas urbanas que nacen de la nada o las barriadas históricas que son reinventadas constantemente en una suerte de pesadilla que exorciza la memoria vivida o dificulta hasta la misma fijación física de la resistencia, no son sino imágenes que delatan brutalmente un tránsito: el de la conversión definitiva de la ciudad en tanto que dispositivo de acumulación capitalista. El territorio urbano ha devenido un espacio privilegiado de producción y, en consecuencia, gran parte de las contradicciones en torno renta y beneficio, en torno la exclusión y la explotación capitalistas, se acumulan en el espacio metropolitano (Negri, 2006). La ciudad es un nodo productivo del capital global.

Sin embargo, en las metrópolis en constitución no solo se derraman por doquier los flujos mercantiles, en una enmarañada red de actividades productivas, sino que las mismas ciudades, en este tránsito hacia la

metrópolis, son pasto de la mercantilización.

¿Cual ha sido el proceso que ha llevado a la ciudad a devorarse a si misma, a su conversión en mercancía? ¿Como (se) produce la metrópolis?

A partir de los años 70, sobretodo en las ciudades europeas de tradición industrial -aquellas que habían sido pobladas primero de chimeneas y talleres, y luego de cadenas de montaje-, aparecieron signos de una crisis estructural, productiva y urbana. Crisis que denotaba la obsolescencia del modelo fordista de grandes producciones, trabajo en serie o relación contractual estable, en definitiva crisis de aquello que los propios gestores de la reestructuración llamaron “rigideces productivas” (a doblegar con la “flexibilidad”) y que, en cambio, los que leyeron este recorrido desde las perspectivas de quienes impugnaron el modelo, advirtieron que lo que estaba en curso era una transición económica para descoyuntar las contradicciones sociales que habían estallado en el apogeo del fordismo. En todo caso, fuera por los propios límites de un régimen de acumulación que debía autotransformarse para continuar la valorización del capital, fuera para hacer frente a la formas de organización autónoma de la clase obrera, -así como sus formas de lucha (huelgas obreras radicales, ingobernabilidad del trabajo) que amenazaban la tasa de beneficio empresarial-, desde los centros de mando capitalista se impuso una respuesta.

Y la respuesta política y económica del poder fue superar estas crisis en clave de Mercado. La reestructuración capitalista, en lo que hace referencia a la reorganización espacial y geográfica de la acumulación, supuso transformar la ciudad industrial en la ciudad de la acumulación flexible. Esto es, expulsar la industria hacia las periferias metropolitanas (y recalificar el suelo liberado para una nueva productividad), y privilegiar el sector terciario o de servicios en los centros urbanos, con sus características específicas: una organización versátil del trabajo y de la producción, la implementación de nuevas tecnologías de la comunicación y la extensión de la precariedad sociolaboral.

La reestructuración capitalista de la economía tuvo, y aún está teniendo, un impacto muy fuerte a nivel urbano y territorial (Maldo, 2004). ¿Cuales fueron los brazos de la reorganización urbana? ¿Como afectaron las transformaciones metropolitanas a los habitantes de la ciudad? El declive de la ciudad industrial, en primer lugar, puso a la vivienda en un plano privilegiado de los circuitos económicos. Frente a la crisis de productividad de la industria española, el mercado inmobiliario se presentó como la “verdadera fuente de inversión alternativa”, y produjo un ciclo alcista de beneficios para el sector de la construcción que atrajo al sector financiero con capacidad de movimiento transnacional (Observatorio Metropolitano, 2007). Así, la transmutación de las ciudades en centros de servicios (y de ocio en los centros urbanos) fue paralela a la mercantilización integral de la vivienda.

En el Estado español, este proceso se legisló de la mano del PSOE y su ministro Boyer, cuando en 1985 decretaron la liberalización del mercado de alquileres, desprotegieron los derechos de los inquilinos –entre otras medidas, eliminando los contratos indefinidos- y reforzaron las atribuciones de los propietarios. Con la mano invisible del mercado, muchos vecinos de los barrios históricos no pudieron hacer frente a las revalorizaciones de sus viviendas de alquiler, siendo literalmente expulsados hacia las periferias urbanas, mientras sus antiguas moradas se convertían en oficinas, hoteles, apartamentos o viviendas para rentas altas. En barrios menos estratégicos para el capital, las familias fueron progresivamente aumentando los porcentajes de la renta destinada a la casa, hasta llegar en algunos casos al 60%. La generalización de la vivienda como mercancía comportó una concentración intensísima de capital en el sector inmobiliario, destruyó gran parte del parque de pisos de alquiler -que cayó del 40% en 1960, a sólo el 15% en 2001-, supuso que en cinco años los precios del metro cuadrado se triplicaran, y contribuyó al auge del mercado hipotecario (Taller VIU, 2006).

Si entre 1991 y 1997 se produjo un estancamiento de los precios y un retroceso de la construcción, con la victoria del Partido Popular en 1996 estalló una segunda oleada especulativa, sobretodo a partir de la

liberalización que promovió la Ley del Suelo. La insidiosa retórica neoliberal argumentó que, transfiriendo a los promotores privados amplias potestades para convertir suelo en suelo edificable, la misma competencia generaría un abanico de viviendas accesibles. La realidad, más tozuda, fue otra: se duplicaron los precios del suelo en diez años, las recalificaciones destruyeron terrenos públicos (p.e.: entre 1992 y 2002 l’Ajuntament de Barcelona vendió 179.404 m2 de suelo público), y se sentaron las bases para un nuevo despegue de los precios de las unidades finales construidas (Recio, 2003). A partir de estos años, la vivienda se consolida como un valor seguro para la inversión, dadas las turbulencias que azotan otros “productos” financieros, así como por la necesidad de blanquear dinero frente la incipiente llegada de la moneda única europea. Estas medidas fomentaron que, mientras el saldo de viviendas vacías en el Estado español se incrementaba hasta los 3 millones de unidades, entre 1997 y 2006 los precios de los pisos subieran en mas de un 150% (Taller Viu, 2006). En definitiva, y siguiendo a l@s compañer@s del Taller de Violència Immobiliària i Urbanística: “la apuesta estratégica de los poderes políticos y económicos por la potenciación del mercado hipotecario y la mercantilización de la vivienda ha supuesto una nueva especie de acumulación primitiva”.

Pero la renovada valorización de capital no solo se ha centrado en la vivienda como factor de acumulación, sino que el territorio entero ha sido puesto en el circuito productivo. El segundo brazo de la transformación de las ciudades a metrópolis-empresa se estructuró tanto con operaciones ejecutadas en el interior de las ciudades (con los planes de reforma), como a nivel de las integraciones territoriales de núcleos urbanos colindantes, que de hecho son las que visualizan con claridad la construcción expansiva metropolitana.

Los planes de reforma parciales o integrales de los barrios, han sido una estrategia de la planificación urbanística para ordenar la gestión del territorio en aras de una “racionalidad superior” a la del propio barrio. No se han elaborado y ejecutado respondiendo a necesidades de los que habitan los territorios, sino que han obedecido a lógicas económicas y políticas de los gestores de la ciudad: el capital público-privado (UTE, 2004). Lógicas económicas, en lo que hace referencia a la especialización productiva de determinadas áreas –sea el turismo, sean clusters para empresas de la “nueva economía”-, o por la substitución de parques de vivienda con una rentabilidad decreciente por otros que reabran el ciclo de negocio. Y políticas, referidas a “los esfuerzos que todo orden político ha hecho siempre para imponer sus discursos de homogeneización, centralización y control sobre la tendencia de todas las ciudades al enmarañamiento” (Delgado, 2007). En cada caso, las consecuencias de los planes han sido la destrucción del tejido productivo tradicional para los barrios tematizados, así como la destrucción del tejido social. Pues las remodelaciones o modernizaciones del parque de vivienda no han supuesto generalmente la recolocación in situ de los habitantes, sino que han comportado la llegada de rentas altas allí donde los derribos habían “higienizado” la antigua degradación. Una elitización que ha sido acompañada simbólicamente por la instalación de equipamientos con una dimensión de ciudad, y normalmente con una pátina de legitimidad “cultural” -museos, universidades, filmotecas- allí donde había habitado la experiencia conflictiva de un pasado industrial o popular. Los casos de Barcelona (UTE, 2004), Bilbao (Larrea y Gamarra, 2007) y Sevilla (VVAA,2006) son paradigmáticos, pero es evidente la socialización de estos modelos o la adaptación a las características de las “ideologías” locales (València y el desarrollismo, Zaragoza y el agua, etc.).

En el caso de Barcelona, los Planes Especiales de Reforma Interior (PERI), instrumentos de ordenación urbanística que desarrollan el “Pla General Metropolità”, han sido una suerte de máquina trituradora y provocadora de éxodos (López, 2000), que ha funcionado des del centro a la periferia. Destruyendo el barri xino para el nacimiento glorioso del Raval, cebándose en los entornos de Santa Caterina (“el Forat de la Vergonya”), Sant Agustí i La Ribera, o sentando las bases para la conversión de la Barceloneta en un parque de apartamentos para turistas a primera línea de mar. Cabe decir que del centro solo se ha salvado –arquitectónicamente, no des del punto de vista social- un Gòtic no destruido pero si museificado y monumentalizado (Delgado, 2007).

Pero más allá de los centros históricos, los planes han obedecido en muchas ocasiones a las tematizaciones productivas de barrios anteriormente periféricos, y que hoy ganan centralidad. Como la conversión de zonas fabriles habitadas por una población obrera y históricamente combativa, donde se derriban miles de hectáreas para edificar nuevos complejos tecnoindustriales de la nueva economía inmaterial (Poble Nou, Distrito 22@). O la adecuación de barrios para la imposición de nodos de las grandes infraestructuras de comunicación metropolitanas (estaciones del Tren de Alta Velocidad en Sants, la Sagrera-Bon Pastor), obviamente anillados por las grandes superficies comerciales del capital global y el trabajo precario. Cabe decir que en barrios donde la tematización productiva se ha asentado a partir de la mercantilización de determinados estilos de vida (“Gràcia”), sus respectivos PERI han acentuado la “protección de las características del tejido urbano”. Con consecuencias distintas, no han evitado las tendencias a la substitución de población.

Además de las reformas interiores, que han sido la herramienta urbanística para la reapropiación capitalista de la ciudad (López, 1986), la propia dispersión productiva en el territorio -la socialización de la fábrica hacia la metrópolis a escala regional- ha dado como resultado la necesidad de nuevas entidades políticas y económicas, que aglutinen conjuntos de poblaciones y áreas productivas de la conurbación metropolitana (Vela, 2004). La Gran Àrea Metropolitana de Barcelona, de 36 municipios, ya está siendo desbordada por la integración regional de las terceras y cuartas coronas metropolitanas. Y la creación de infraestructuras de transporte para comunicar los nodos intermetropolitanos, así como la urbanización de las zonas que lindan con las nuevas redes de comunicación -la ocupación del suelo periurbano-, no son sino un movimiento de avance y consolidación de la malla metropolitana en su proliferación hacia los márgenes.

Ahora bien. Si es cierto que la metrópolis es el nuevo modo de producción (Negri, 2006) o, mas humildemente, entendemos que es la dimensión en la cual el capital se valoriza sobretodo con la mercantilización global de la ciudad (des de la vivienda y el territorio, hasta las formas de vida y la cooperación social), ¿qué antagonismos estallan y la recorren? ¿Qué resistencias se producen en el tránsito de la ciudad a la metrópolis?

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Publicat al maig del 2008 a La red en la ciudad. Icària, Barcelona.

“También en Raisa, ciudad triste, corre un hilo invisible que une por un instante un ser vivo con otro y se destruye, después vuelve a tenderse entre puntos en movimientos dibujando nuevas, rápidas figuras de modo que en cada segundo la ciudad infeliz contiene una ciudad feliz que ni siquiera sabe que existe”

Italo Calvino Las ciudades invisible

Los Centros Sociales Okupados y Autogestionados, así como las okupaciones de viviendas, son hoy realidades permanentemente atravesadas por la construcción de la metrópolis. Dibujando nuevas y rápidas figuras, las experiencias políticas vinculadas a la okupación parecen haber tomado aquellos intersticios forjados en las recientes transformaciones productivas, urbanas y políticas de las ciudades. Y, a la vez, su consistencia como proyectos no es ajena a los procesos de reestructuración metropolitana que impactan en el territorio. Los CSOA, entonces, los podemos entender como consecuencia de estos cambios, y, al mismo tiempo, como resistencias que interfieren en la reapropiación capitalista de la ciudad. Si hablamos sobretodo de Barcelona, no es con ánimos de generalizar, ni mucho menos para desestimar otras experiencias, sino simplemente por proximidad personal y mejor conocimiento de algunas realidades catalanas…

1. Hacia la metrópolis

A estas alturas, es ya casi una obviedad afirmar que, en los últimos años, se han intensificado aquellos procesos que han propiciado la integración de las ciudades en los circuitos del capital multinacional, en tanto que espacios articulados con las redes de la globalización financiera y simbólica (Sassen, 1999).

Pero, más allá o más acá de estas ciudades-mundo, donde se desarrolla una tarea específica de producción de funciones de centralidad ligadas a la organización y a la coordinación de los sistemas económicos mundiales (Sassen, 2000), todas las ciudades de nuestro entorno parecen ser un cuerpo puesto a trabajar: un cuerpo herido.

Los paisajes de grúas, la economía del ladrillo, los derribos y las remodelaciones, las nuevas áreas urbanas que nacen de la nada o las barriadas históricas que son reinventadas constantemente en una suerte de pesadilla que exorciza la memoria vivida o dificulta hasta la misma fijación física de la resistencia, no son sino imágenes que delatan brutalmente un tránsito: el de la conversión definitiva de la ciudad en tanto que dispositivo de acumulación capitalista. El territorio urbano ha devenido un espacio privilegiado de producción y, en consecuencia, gran parte de las contradicciones en torno renta y beneficio, en torno la exclusión y la explotación capitalistas, se acumulan en el espacio metropolitano (Negri, 2006). La ciudad es un nodo productivo del capital global.

Sin embargo, en las metrópolis en constitución no solo se derraman por doquier los flujos mercantiles, en una enmarañada red de actividades productivas, sino que las mismas ciudades, en este tránsito hacia la

metrópolis, son pasto de la mercantilización.

¿Cual ha sido el proceso que ha llevado a la ciudad a devorarse a si misma, a su conversión en mercancía? ¿Como (se) produce la metrópolis?

A partir de los años 70, sobretodo en las ciudades europeas de tradición industrial -aquellas que habían sido pobladas primero de chimeneas y talleres, y luego de cadenas de montaje-, aparecieron signos de una crisis estructural, productiva y urbana. Crisis que denotaba la obsolescencia del modelo fordista de grandes producciones, trabajo en serie o relación contractual estable, en definitiva crisis de aquello que los propios gestores de la reestructuración llamaron “rigideces productivas” (a doblegar con la “flexibilidad”) y que, en cambio, los que leyeron este recorrido desde las perspectivas de quienes impugnaron el modelo, advirtieron que lo que estaba en curso era una transición económica para descoyuntar las contradicciones sociales que habían estallado en el apogeo del fordismo. En todo caso, fuera por los propios límites de un régimen de acumulación que debía autotransformarse para continuar la valorización del capital, fuera para hacer frente a la formas de organización autónoma de la clase obrera, -así como sus formas de lucha (huelgas obreras radicales, ingobernabilidad del trabajo) que amenazaban la tasa de beneficio empresarial-, desde los centros de mando capitalista se impuso una respuesta.

Y la respuesta política y económica del poder fue superar estas crisis en clave de Mercado. La reestructuración capitalista, en lo que hace referencia a la reorganización espacial y geográfica de la acumulación, supuso transformar la ciudad industrial en la ciudad de la acumulación flexible. Esto es, expulsar la industria hacia las periferias metropolitanas (y recalificar el suelo liberado para una nueva productividad), y privilegiar el sector terciario o de servicios en los centros urbanos, con sus características específicas: una organización versátil del trabajo y de la producción, la implementación de nuevas tecnologías de la comunicación y la extensión de la precariedad sociolaboral.

La reestructuración capitalista de la economía tuvo, y aún está teniendo, un impacto muy fuerte a nivel urbano y territorial (Maldo, 2004). ¿Cuales fueron los brazos de la reorganización urbana? ¿Como afectaron las transformaciones metropolitanas a los habitantes de la ciudad? El declive de la ciudad industrial, en primer lugar, puso a la vivienda en un plano privilegiado de los circuitos económicos. Frente a la crisis de productividad de la industria española, el mercado inmobiliario se presentó como la “verdadera fuente de inversión alternativa”, y produjo un ciclo alcista de beneficios para el sector de la construcción que atrajo al sector financiero con capacidad de movimiento transnacional (Observatorio Metropolitano, 2007). Así, la transmutación de las ciudades en centros de servicios (y de ocio en los centros urbanos) fue paralela a la mercantilización integral de la vivienda.

En el Estado español, este proceso se legisló de la mano del PSOE y su ministro Boyer, cuando en 1985 decretaron la liberalización del mercado de alquileres, desprotegieron los derechos de los inquilinos –entre otras medidas, eliminando los contratos indefinidos- y reforzaron las atribuciones de los propietarios. Con la mano invisible del mercado, muchos vecinos de los barrios históricos no pudieron hacer frente a las revalorizaciones de sus viviendas de alquiler, siendo literalmente expulsados hacia las periferias urbanas, mientras sus antiguas moradas se convertían en oficinas, hoteles, apartamentos o viviendas para rentas altas. En barrios menos estratégicos para el capital, las familias fueron progresivamente aumentando los porcentajes de la renta destinada a la casa, hasta llegar en algunos casos al 60%. La generalización de la vivienda como mercancía comportó una concentración intensísima de capital en el sector inmobiliario, destruyó gran parte del parque de pisos de alquiler -que cayó del 40% en 1960, a sólo el 15% en 2001-, supuso que en cinco años los precios del metro cuadrado se triplicaran, y contribuyó al auge del mercado hipotecario (Taller VIU, 2006).

Si entre 1991 y 1997 se produjo un estancamiento de los precios y un retroceso de la construcción, con la victoria del Partido Popular en 1996 estalló una segunda oleada especulativa, sobretodo a partir de la

liberalización que promovió la Ley del Suelo. La insidiosa retórica neoliberal argumentó que, transfiriendo a los promotores privados amplias potestades para convertir suelo en suelo edificable, la misma competencia generaría un abanico de viviendas accesibles. La realidad, más tozuda, fue otra: se duplicaron los precios del suelo en diez años, las recalificaciones destruyeron terrenos públicos (p.e.: entre 1992 y 2002 l’Ajuntament de Barcelona vendió 179.404 m2 de suelo público), y se sentaron las bases para un nuevo despegue de los precios de las unidades finales construidas (Recio, 2003). A partir de estos años, la vivienda se consolida como un valor seguro para la inversión, dadas las turbulencias que azotan otros “productos” financieros, así como por la necesidad de blanquear dinero frente la incipiente llegada de la moneda única europea. Estas medidas fomentaron que, mientras el saldo de viviendas vacías en el Estado español se incrementaba hasta los 3 millones de unidades, entre 1997 y 2006 los precios de los pisos subieran en mas de un 150% (Taller Viu, 2006). En definitiva, y siguiendo a l@s compañer@s del Taller de Violència Immobiliària i Urbanística: “la apuesta estratégica de los poderes políticos y económicos por la potenciación del mercado hipotecario y la mercantilización de la vivienda ha supuesto una nueva especie de acumulación primitiva”.

Pero la renovada valorización de capital no solo se ha centrado en la vivienda como factor de acumulación, sino que el territorio entero ha sido puesto en el circuito productivo. El segundo brazo de la transformación de las ciudades a metrópolis-empresa se estructuró tanto con operaciones ejecutadas en el interior de las ciudades (con los planes de reforma), como a nivel de las integraciones territoriales de núcleos urbanos colindantes, que de hecho son las que visualizan con claridad la construcción expansiva metropolitana.

Los planes de reforma parciales o integrales de los barrios, han sido una estrategia de la planificación urbanística para ordenar la gestión del territorio en aras de una “racionalidad superior” a la del propio barrio. No se han elaborado y ejecutado respondiendo a necesidades de los que habitan los territorios, sino que han obedecido a lógicas económicas y políticas de los gestores de la ciudad: el capital público-privado (UTE, 2004). Lógicas económicas, en lo que hace referencia a la especialización productiva de determinadas áreas –sea el turismo, sean clusters para empresas de la “nueva economía”-, o por la substitución de parques de vivienda con una rentabilidad decreciente por otros que reabran el ciclo de negocio. Y políticas, referidas a “los esfuerzos que todo orden político ha hecho siempre para imponer sus discursos de homogeneización, centralización y control sobre la tendencia de todas las ciudades al enmarañamiento” (Delgado, 2007). En cada caso, las consecuencias de los planes han sido la destrucción del tejido productivo tradicional para los barrios tematizados, así como la destrucción del tejido social. Pues las remodelaciones o modernizaciones del parque de vivienda no han supuesto generalmente la recolocación in situ de los habitantes, sino que han comportado la llegada de rentas altas allí donde los derribos habían “higienizado” la antigua degradación. Una elitización que ha sido acompañada simbólicamente por la instalación de equipamientos con una dimensión de ciudad, y normalmente con una pátina de legitimidad “cultural” -museos, universidades, filmotecas- allí donde había habitado la experiencia conflictiva de un pasado industrial o popular. Los casos de Barcelona (UTE, 2004), Bilbao (Larrea y Gamarra, 2007) y Sevilla (VVAA,2006) son paradigmáticos, pero es evidente la socialización de estos modelos o la adaptación a las características de las “ideologías” locales (València y el desarrollismo, Zaragoza y el agua, etc.).

En el caso de Barcelona, los Planes Especiales de Reforma Interior (PERI), instrumentos de ordenación urbanística que desarrollan el “Pla General Metropolità”, han sido una suerte de máquina trituradora y provocadora de éxodos (López, 2000), que ha funcionado des del centro a la periferia. Destruyendo el barri xino para el nacimiento glorioso del Raval, cebándose en los entornos de Santa Caterina (“el Forat de la Vergonya”), Sant Agustí i La Ribera, o sentando las bases para la conversión de la Barceloneta en un parque de apartamentos para turistas a primera línea de mar. Cabe decir que del centro solo se ha salvado –arquitectónicamente, no des del punto de vista social- un Gòtic no destruido pero si museificado y monumentalizado (Delgado, 2007).

Pero más allá de los centros históricos, los planes han obedecido en muchas ocasiones a las tematizaciones productivas de barrios anteriormente periféricos, y que hoy ganan centralidad. Como la conversión de zonas fabriles habitadas por una población obrera y históricamente combativa, donde se derriban miles de hectáreas para edificar nuevos complejos tecnoindustriales de la nueva economía inmaterial (Poble Nou, Distrito 22@). O la adecuación de barrios para la imposición de nodos de las grandes infraestructuras de comunicación metropolitanas (estaciones del Tren de Alta Velocidad en Sants, la Sagrera-Bon Pastor), obviamente anillados por las grandes superficies comerciales del capital global y el trabajo precario. Cabe decir que en barrios donde la tematización productiva se ha asentado a partir de la mercantilización de determinados estilos de vida (“Gràcia”), sus respectivos PERI han acentuado la “protección de las características del tejido urbano”. Con consecuencias distintas, no han evitado las tendencias a la substitución de población.

Además de las reformas interiores, que han sido la herramienta urbanística para la reapropiación capitalista de la ciudad (López, 1986), la propia dispersión productiva en el territorio -la socialización de la fábrica hacia la metrópolis a escala regional- ha dado como resultado la necesidad de nuevas entidades políticas y económicas, que aglutinen conjuntos de poblaciones y áreas productivas de la conurbación metropolitana (Vela, 2004). La Gran Àrea Metropolitana de Barcelona, de 36 municipios, ya está siendo desbordada por la integración regional de las terceras y cuartas coronas metropolitanas. Y la creación de infraestructuras de transporte para comunicar los nodos intermetropolitanos, así como la urbanización de las zonas que lindan con las nuevas redes de comunicación -la ocupación del suelo periurbano-, no son sino un movimiento de avance y consolidación de la malla metropolitana en su proliferación hacia los márgenes.

Ahora bien. Si es cierto que la metrópolis es el nuevo modo de producción (Negri, 2006) o, mas humildemente, entendemos que es la dimensión en la cual el capital se valoriza sobretodo con la mercantilización global de la ciudad (des de la vivienda y el territorio, hasta las formas de vida y la cooperación social), ¿qué antagonismos estallan y la recorren? ¿Qué resistencias se producen en el tránsito de la ciudad a la metrópolis?

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